jueves, 29 de septiembre de 2016

Rodolfo Enrique (el Gringo)



     El pasado martes 20 de septiembre junto a Lía , nuestros hijos, nietos y algunos primos nos reunimos para celebrar que ese día el Gringo, mi padre, hubiese cumplido 100 años, y era una ocasión muy adecuada para recordarlo. La reunión fue en lo de Lía mi hermana, luego de haber escuchado una misa en la Iglesia del Corazón Eucarístico, sobre la calle Montevideo, y el encuentro sirvió para renovar eso que no siempre es posible de materializar, con vidas tan dispares y domicilios tan lejanos.

      Más allá del acontecimiento en sí, quisiera volcar en estas líneas -íntimas y para una difusión sólo familiar-, algunas reflexiones que me asomaron ese día y que quizás tendría alojadas en algún lugar especial de mi mente. La conclusión de todas ellas fue que mi padre "siempre estuvo" a mi lado, a lo largo de esos casi sesenta años que compartimos, ya fuese estando físicamente cerca o lejos, acompañándome, aconsejándome, alegrándose y también sufriendo a mi lado en esos momentos de dolor que todos, en algún momento tenemos a lo largo de la vida.

     Lo recuerdo de chico, de bastante chico, jugando con nosotros, sacándonos a pasear en botes de remo en el Tigre, o procurando inculcarnos algunas de esas primeras tácticas y principios del rugby a un numeroso grupo de primos y amigos, con la clara intención de fundar para nosotros un club en donde poder jugar -el Pacheco Rugby Club- para el que había diseñado hasta su camiseta, porque era sin dudas un "soñador activo". Cuando comencé -años más- a jugar en otro Club, eran frecuentes sus visitas para mirar los partidos desde el costado de la cancha, invariablemente con una boina marrón que lo distinguía a la distancia.

     Como familia, los cuatro, hacíamos bastantes programas juntos, como por ejemplo los domingos en que partíamos a escuchar misas en diferentes iglesias, cuyas historias luego nos relataba, para terminar almorzando en algún lugar cercano, y así pudimos ir conociendo los distintos barrios de la ciudad, en una forma muy amena y compartida.

     Nunca quiso influenciar en la elección de mi carrera, con seguridad para no repetir historias propias que -nos relataba- a él le hicieron dejar de lado una vocación por la construcción de barcos que siempre añoró, pero sé que le gustó que hubiese elegido la suya con total convicción, y que durante muchos años hubiésemos trabajado juntos. También estuvo junto a nosotros en cada acontecimiento familiar, alegrándose o sufriendo a la par nuestra, además de compartir semanalmente encuentros familiares que no prolongaba demasiado para dejarnos descansar.

    Cuando me alejé de Bs.As. para radicarme en Neuquén, sé que le costó bastante asumir la distancia que esto implicaba, por más que se sintiera orgulloso de la marcha de la gestión de su hijo, que seguía con mucha atención, viniendo con frecuencia a visitarnos, primero en largos viajes de tren y luego de ómnibus, para prolongar en casa algunas estadías que nos permitían mutuamente seguir actualizando vivencias y crecimientos. Tengo muy presente los festejos de sus 70, aquí en Neuquén, hoy que yo ya los he pasado.

    Luego llegaron los inevitables achaques que la vejez lleva implícitos, los que se fueron agravando sobre todo después de la repentina muerte de mamá, y entonces invertimos las visitas y era yo quien venía hacia aquí, adonde simplemente nos limitábamos a charlar y a intercambiar opiniones sobre muchas cuestiones, inclusive personales, que con mucho respeto me planteaba. Y así es como lo recuerdo, siempre atento a lo que me pudiera estar ocurriendo, presente pero respetuoso de mis decisiones, aún sin compartirlas o comprenderlas.

   No puedo decir que no lo extraño; han sido muchos años de compartir vivencias de todo tipo; cada vez que me alejaba para retornar al sur, lo hacía angustiado, porque lo veía muy solo aunque Lía estaba siempre muy atenta y solícita con él, pero no se animó a aceptar una invitación de venirse a vivir con nosotros, quizás porque su mundo estaba en su querida  Bs. As. y allí es en donde se sentía mejor, entre sus cosas.

   Con Anamá vinimos a compartir con él el que sería su último festejo de Año Nuevo, nada menos que el del año 2.000, el del cambio de siglo al que siempre quiso llegar, y que lo esperó para cumplirle ese viejo deseo, como si fuese el último, porque fue ese año el que le vio partir, con todos los temores que lo desconocido acarrea, pero con la tranquilidad de una vida correcta y honestamente transitada, en todos los sentidos, y rodeado de hijos, nietos y de su hermano mayor: sus afectos. Por mi parte tengo bien grabadas en la mente las últimas palabras que me dirigió -junto a su sonrisa esperanzada-, y ellas me acompañan siempre.

    Por todo eso que fue; por como se comportó con nosotros como con casi todos los que esa noche estábamos ahí, los que teníamos algo para agradecerle: un consejo, un apoyo, una palabra, una sonrisa, esa noche sus hijos, nietos y sobrinos, acompañados de bisnietos, nos reunimos para festejar su centenario y simplemente agradecerle  desde esta distancia que hoy -pensamos- por un tiempo nos separa..